IV Certamen de Cartas de Amor y Desamor
25 abril, 2024PRUEBAS DE DIAGNÓSTICO 2ºESO
26 abril, 2024Un curso más, el IES Profesor Juan Bautista convoca el Certamen De la imagen al relato, y ya tenemos ganadores:
GANADORES DEL PRIMER CICLO
La historia de Ñeka
Era un día soleado en el norte de Rusia, con el paisaje continental, era época de verano, hace 800.000 años. Una mujer homoantecessor, Ñeka estaba cuidado de sus hijos Vego y Pyul, cuando la llamaron para ir a buscar herramientas. Sus hijos se quedaron en la cabaña y ella, mientras encontró una punta de flecha, esta brillaba y eso no era normal así que fue a cogerla, cuando de inmediato se calló y los ojos se le cerraron, una voz salió de su mente y le dijo:
—Sé que llevas días sintiéndote mal, y es por mí. Todo estaba planeado para que hoy encontrases esta punta de flecha… no te preguntes quien soy pues no lo comprenderías. ¿Quieres comprenderlo? Pues entonces vuelve a tocar la punta de flecha. En caso de que no quieras saber nada deja la punta de flecha donde está ahora y nadie te molestará. ¡Tienes veinticuatro horas desde ahora para decidirte!
En ese momento ella despertó y los parpados se le abrieron lentamente, no dejaba de recordar las palabras de esa voz grabe y entonces se levantó del suelo, acto seguido observó la punta de flecha con nostalgia, pena y una pizca de desconcierto. No sabía qué hacer, era verdad lo que decía la voz: “llevas días sintiéndote mal”. Pues ella días anteriores se empezaba a sentir ausente, de repente escuchaba el relincho de los caballos, personas con vasijas llevándolas a sus respectivas casas, etc. Y después volvía en sí. Entonces después de recordar esto decidió coger hierba y envolver la punta de flecha, se dirigió a su cabaña pensativa con las dos opciones que le habían dado. Sus hijos la saludaron con abrazos pues tenían entre tres y cinco años. Cuando se hizo de noche se fueron a sus camas y ella solo pensaba que le quedaban nueve horas para decidirse, en su mente empezó en lo bueno y en lo malo. Lo bueno era que aprendería cosas nuevas, cosas que solo ella podría ver y allí en Tedfox no tenía apenas amigos y amigas. Y el padre de sus hijos había fallecido cazando un mamut. Lo malo era que sus hijos quedarían solos al cuidado de otras personas, sin embargo, ella podría dejar a sus hijos con su abuela paterna.
Decidió sacar la punta de flecha envuelta en hierba del bolsillo derecho de la prenda que le cubría las piernas y observarla, entonces la desenvolvió y la tocó… Al tocarla todo lo que había a su alrededor se empezó a nublar y ponerse borroso y entonces despertó en un palacio con un patio, un comedor, un gineceo, una cocina, un baño, varios dormitorios, un patio interior y una biblioteca.
Ella estaba asombrada con tanto lujo, pero no sabía apenas hablar y justo en ese momento llegó una mujer, tendría entre dieciséis y dieciocho años, y al verla gritó desesperada. Ñeka se escondió tras una columna y enseguida los padres de la niña llegaron. La observaron como a una desconocida y poco a poco se iban acercando a ella.
—¿Cómo os llamáis? —preguntaron sus padres.
Ella sin comprender se señaló y dijo:
—Yo Ñeka.
Entonces los padres se miraron y dijeron:
—Nos la ha traído Era, diosa de la familia.
Después la bañaron y le pusieron unas ropas más formales, le dieron su propio cuarto con biblioteca y cuarto interior. Ellos vivían en el sur de Micenas, con el paisaje y clima mediterráneo.
Ñeka no quería quedarse en su cuarto así que salió a inspeccionar, no obstante, tuvo que ir acompañada por la niña cuyo nombre era Alcea, y Ñeka estaba entusiasmada, todo lo que veía era nuevo, sin embargo, tanta gente la estresaba, puesto que ella no estaba acostumbrada a ver a tantas personas juntas, con esas vestimentas tan llamativas, esos soldados que portaban lanzas y escudos, por no hablar del ruido que había en esa plaza tan grande. Más tarde en la plaza a Ñeka se le ocurrió entrar en el Bouleuterion, y vio un montón de hombres que decidían algo y más tarde alzaban las manos para aceptar o rechazar la propuesta. Mientras, Alcea no la encontraba y gritaba si nombre allá por donde iba. Cuando los hombres del Consejo vieron a una mujer dentro de este lugar, quisieron asesinarla. En ese momento Alcea se dio cuenta de que en el Bouleuterion había mucho griterío, así decidió entrar, cuando oyó que a Ñeka la condenaban a muerte, no tuvo más remedio que intervenir:
—Por favor, señores, disculpen las molestias, debéis saber que Ñeka ha sido traída aquí por la Diosa Era. Ñeka se aloja en mi casa, si nos disculpáis, voy a llevármela de inmediato.
Al salir, Alcea agarró a Ñeka por la muñeca enfurecida y se dirigieron a su casa. Cuando llegaron ya era de noche y Alcea intentó explicar a Ñeka que no debía entrar en esos lugares porque era un lugar reservado para los hombres. Pero Ñeka no la entendía.
En ese momento la voz grave volvió a hablar a Ñeka:
—Ñeka, debes de saber que vas a estar en este lugar durante tres años, aprenderás las costumbres, las leyes y la cultura de los griegos. Y también debes saber que soy el presente, el pasado y el futuro. Y me puedes entender porque hablo el idioma de los homoantecessor. Tras esto ella se fue a dormir.
Transcurridos dos años y once meses después, Ñeka, como de costumbre, fue a comprar al alfarero vasijas, ya sabía escribir, hablar, las costumbres y la cultura. Incluso manejaba la moneda. Seguía viviendo con la familia que le acogió hacía ya casi tres años. Entonces recordó que según la voz que le había hablado se marcharía de allí en tres años. Ella no había contado nada a cerca de su origen pues la tomarían por loca. Al volver a casa dejo la vasija y mientras se bañaba la voz volvió a ella:
—Hola Ñeka, me temo que tu viaje ya llega a su fin. A no ser que prefieras quedarte aquí donde te veo más feliz. No obstante tendré que visitarte a menudo, pues soy Cronos, Dios del tiempo. ¿Qué vas a decidir?
—Elijo la opción de quedarme, pero quiero a mis hijos conmigo, en lo único que pido, Cronos —contestó Neka.
—Aceptaré tu propuesta, pues yo voy a visitarte —dijo Cronos.
Y así fue como Ñeka vivió una aventura que nadie sería capaz de vivir nunca.
Lucía Zambrana Prieto, 1º ESO C
A una rueda de distancia
El sol no había salido cuando llegó Diotomeo. El hipódromo estaba desierto. Anduvo por la arena, pensando en la de veces que había corrido por ahí en los entrenamientos. Su cabeza era asaltada constantemente por la duda de si ganaría al día siguiente. Había estado practicando sin descanso desde el año anterior, y había sacrificado un carnero en honor a Zeus, pero nada conseguía aplacar su incertidumbre. Estas tribulaciones lo mantuvieron en vela hasta la hora de la carrera.
Pasó por los establos varios minutos antes de que empezara la competencia. Grígora e Ischy descansaban, ajenos a lo que se jugaba su jinete. Diotomeo pasó la mano por las frentes de ambos palominos; puede que esa fuera la última vez que lo hiciera.
Al fin llegó la hora de subirse a los carros. Seiscientos por doscientos metros ovalados de puro mármol era lo que contenía la euforia de la multitud. Eran las diez de la mañana, aproximadamente, y el calor estival de julio era sofocante.
Diotomeo se ajustó el xystris: no quería que molestara en un momento tan crucial. Le estaba grande, cosa que le sorprendió. El auriga se subió al carro. “Sólo doce vueltas, no es tanto”, pensó. “Luego, vendrán las ánforas de aceite, y…” Pero al joven no le importaba en absoluto el premio, el cual en verdad soslayaba cual nimiedad.
Vio a Aníkis. Había trabado contacto con él el desfile del día anterior, y, al parecer, en sus largos quince años jamás había perdido una carrera. Habría de tener cuidado con él.
Levantaron el águila de bronce, y en el acto el furor abrumó el hipódromo. Diotomeo tardó poco en darle la vuelta al nyssa, el poste de la curva, sin peligro ni contratiempo. Vio que apenas habían volcado dos carros, pero durante la procesión de aurigas el heraldo había anunciado cuarenta nombres.
Pasó la primera vuelta, y la cosa se complicó. Grígora había aflojado, y perdió mucha ventaja mientras lo azotaba para espabilarlo. Tendría como quince carros por delante cuando llegaron a la nyssa por segunda vez. Entonces cayeron cuatro aurigas, y uno de ellos fue arrollado por su carro. No tenía tiempo para tener consciencia en ese momento.
La tercera y cuarta vuelta fueron sin accidentes. Tanta práctica había dado sus frutos. Entretanto, otros seis carros habían volcado en curvas. Pero a la quinta vuelta Ischy se encabritó, y el tiempo que tardó Diotomeo en calmarlo, dos carros se estrellaron ante él. Le costó mucha estabilidad esquivar los carros, y aún siete aurigas iban por delante.
Así, entre el fervor de la competición llegó la última vuelta. Sólo quedaban diez carros, y él iba tercero. Angustiado, empezó a azotar sin parar a sus caballos; ésta sería su última synoris (carrera de dos caballos por cuádriga) si no ganaba.
Al fin adelantó al segundo, y sólo le quedaba superar a Aníkitos. Fue acelerando la marcha, pero él no cedía. Finalmente, un accidental empujón sacó a Aníkitos del campo. Diotomeo era primero.
Pero, cuando estaba a escasos metros de la meta, su rueda se dobló. El carro se volcó y los caballos huyeron desbocados. Magullado e impotente, vio como otro carro llegaba a la meta.
El alma de Diotomeo debía volver al Hades.
Nolasco Martín Fernández, 1º ESO C
El viaje soñado
La habitación desapareció, todo se volvió oscuro y empezó a dar vueltas. Rahotep y Nofret perdieron el sentido, así que no vieron dónde habían llegado; un lugar hostil, aunque más civilizado que en épocas anteriores. Tampoco vieron como unos oscuros y perspicaces ojos los observaban desde la maleza.
Minutos antes el sol brillaba radiante sobre la concurrida Teba, esta estaba llena de vida. Había comerciantes y vendedores pregonando sus artículos, compradores escuchándolos con atención mientras cargaban numerosos cestos llenos de compras, extranjeros que iban de paso y de vez en cuando miraban un puesto con desconcierto, sin saber qué se vendía allí o simplemente que decía su dueño, soldados que vigilaban el orden, niños correteando entre la gente y ancianos que observaban con contemplación todo este variado escenario.
Lejos de este lugar se encontraba Nofret, que desde una de las ventanas de su palacio observaba la ciudad que algún día gobernaría, junto a su esposo Rahotep, el ahora príncipe de Teba. Unos pasos apresurados le informaron de la llegada de Rahotep a sus aposentos, parecía preocupado.
-¿Estás bien?- preguntó Nofret un tanto intranquila.
-Uno de los esclavos me dijo que había algo raro en el sótano y fui a ver- dijo -Hemos encontrado este antiguo broche, brilla con luz propia.
Rahotep le tendió el amuleto a su esposa; lo tenía sujeto con un pañuelo, por precaución, pero Nofret no se dio cuenta de esto y lo rozó con la yema de los dedos.
Todo se apagó y ambos notaron como si sus pies se despegaran del suelo, tras algunos segundos empezaron a caer.
Nofret despertó y abrió los ojos, vió ante ella a dos cavernícolas vestidos con pieles mal curtidas. Se contuvo para no gritar e intentó ponerse de pie, pero un agudo e intenso dolor azotó su espalda. Con una expresión de dolor y miedo en la cara se volvió a recostar. No se encontraba en el palacio, sino en una especie de tienda, hecha con pieles y varios palos de madera. Estaba en el suelo, sobre una piel de bisonte bastante grande, a su lado Rahotep dormitaba inconsciente.
Los individuos que estaban allí empezaron a hablar en un extraño idioma, Nofret no entendía nada. Tras varios intentos indicándoles por señas que no hablaba su idioma, Nofret y los dos hombres empezaron a comunicarse por mímica y expresiones exageradas. Después de largo rato hablando de esta forma, Nofret pudo entender que estaban en el Paleolítico y aquello era una tribu nómada que vivía en los bosques, no sabía cómo había llegado allí hasta que recordó el amuleto. Les preguntó por él, pero no sabían de qué les estaba hablando, así que decidió que cuando Rahotep despertara les pediría que la llevaran de vuelta al lugar donde los encontraron.
A la mañana siguiente su esposo despertó y tras una breve charla con los cavernícolas partieron hacia el bosque. Llegó el anochecer y acamparon en un claro, haciendo una especie de tipis improvisados, para que las bestias no los vieran mucho.
Todos se fueron a dormir.
El sonido de un gallo despertó a Nofret de su plácido sueño, se levantó de la cama lentamente y fue a vestirse… No recordaba lo que había soñado… Pero había sido algo muy real e impactante… Que extraño…
María Moreno Rodríguez, 1º ESO C
GANADORES SEGUNDO CICLO
PRIMER PREMIO
Sed de estrellas
Fallecí un 13 de abril de 1941, o al menos, eso dijo el coronel aquella nublada mañana que hubiera apreciado más de saber que sería la última. Una última mañana en la que los gritos y órdenes desacompasadas de los diferentes cuerpos del campamento rebotaban en mi cabeza debido a la falta de sueño. Todo me hacía sentir como si estuviera suspendido en el abismo aislado de cualquier ruido exterior, que solo me permitía distinguir vibraciones lejanas procedentes de sonidos de armas cargándose sin parar.
Fuertes y secos disparos que sentí a pocos metros me hicieron despertar y asimilar la situación en la que mi cuerpo se encontraba, porque mi alma no viajó conmigo cuando tuve que partir y ver por última vez tu sonrisa y la de tu querida madre. Ella reía sin cesar, aunque sus ojos no mostraban la felicidad intencionada. Su expresión alegre trataba de hacer lo más ameno posible el momento de mi despedida, pero su interior se encontraba pausado, ausente e inundado de una terrible tristeza que no quería mostrar. Yo me hallaba vacío y paralizado, tratando de asumir el hecho de tener que decir adiós con la incertidumbre de no saber si sería un adiós para siempre. La sed de sangre de la guerra me quitó la vida mucho antes de pisarla, una vida que me esperaba sonriente junto a quienes me la dieron, nuestra familia.
Recuerdo hace un tiempo cuando imaginaba una vida entera junto a ti, sintiendo cada día que pasaba contigo como si fuera el primero y haciendo especial el vivir por el simple hecho de tenerte.
“Cuando seas mayor volaremos juntos allí arriba, al espacio ¡Mira aquella estrella!” recuerdo que exclamaba todas las noches en el jardín como si tus pocos meses de vida te permitieran comprenderme. Tú siempre me mirabas alegre con tus pequeños ojos color café, respondiendo a todas mis palabras con una sonrisa. Extraño mirarte, y sí, también tus llantos en la noches que pedían cariño y la forma tan extraña que tenías de mover los brazos, me daba la vida.
Ahora, no sé el tiempo que ha transcurrido desde mi fallecimiento, supongo que algunos días. Realmente, no conozco cómo pasa el tiempo en mi interior, marcado quizás por mi alma, pero espero que sea ella la que te haga llegar todos mis pensamientos. Así que, querido hijo, mira a las estrellas, o mejor dicho, a tus estrellas.
Adriana Fernández Guerrero, 3º ESO C
SEGUNDO PREMIO
Cristales Rotos
19 de abril de 1931, Grecia
Mirando por la ventana veo pasar los árboles como la luz de un rayo. El sol de la mañana ilumina el sendero y las ruedas del coche pisan las pequeñas rocas del camino.
– Será un nuevo comienzo, William- Dijo mamá- Iras a un colegio privado y grandioso y harás muchos amigos.
Yo seguí mirando por la ventanilla.
-Ya queda poco para llegar.
Oí a papá decir.
Diez minutos después, llegamos a una mansión a las afueras de la ciudad. Nada lo rodeaba además de bosque.
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Mamá estaba en el salón sacando las cosas de las cajas y papá en el garaje de la casa guardando el coche.
Yo estaba en el columpio de la puerta principal de la casa columpiandome cuando escuche desde el garaje un ruido fuerte.
-¿Papá?
Me levanté y fui directo al garaje.
No había nadie.
-¿Hola?
-Hola.
Me sobresalte al escuchar el susurro justo detrás de mí.
Me gire bruscamente. No había nadie.
-¿Papá?- Volví a llamarlo.
Sentí una presencia detrás de mí. Un escalofrío recorrió mi vértebra. Me giré despacio.
-¡William!
-¡Mamá!
Vi a mamá llegar corriendo hacia mí, y, a medio camino, se paró en seco.
No tenía color en la cara. Estaba aterrada, y yo también.
-¿Qué está pasando, mamá?- Pregunté temblando.
No me atrevía a moverme.
-Hijo, no te muevas.- Dijo mamá mirando detrás de mí.
Mis ojos se tornan borrosos de las lágrimas que empezaban a salir.
Hubo varios minutos de silencio, nadie se movía y yo no me giré hacia atrás. Alguien me cogió de los hombros. Unas manos frías y pesadas. La curiosidad me consumió y me gire a ver las manos que me agarraban.
Eran pálidas y delgadas con unas largas uñas negras.
Escuché a mamá llorar en silencio y volví a girarme hacia ella. Se tapaba la boca con las manos y sus piernas fallaban, poco a poco, fue bajando hasta quedar de rodillas.
-Por favor, déjalo ir.- Suplicaba ella.
Intenté decir algo pero tenía un nudo en la garganta.
Un grito espantoso brotó desde mis espaldas y las manos de mis hombros me apretaron. Sentí mi alma abandonarme.
tras mi madre, se alzaron un grupo de pájaros. Mi cuerpo temblaba. El grito no para. Era como escuchar cristales romperse a pedazos contra el suelo. no paraba, era insoportable.
Paró. De pronto paró. Las manos ya no estaban en mis hombros.
Escuché un ruido seco caer detrás de mí.
Me giré y miré al suelo.
La ropa de papá.
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13 de diciembre de 1950, Grecia.
Yo no había crecido, seguía teniendo 8 años. Mamá envejecía, ahora con 51 años.
Y papá no estaba, solo su ropa.
Desde ese día no siento nada.
Mamá me mira con miedo.
Solo siento ira.
Desde 1810, me lo robaron
todo.
Irene Ruiz Ruiz, 4º ESO E
TERCER PREMIO
El primer abrazo
Es apasionante lo maravillosa que puede llegar a ser nuestra mente, pues han pasado ya más de treinta años desde que esta fotografía fue tomada y tan capaz de recordar aquellos instantes como si me encontrase en aquel veintitrés de marzo de 1946.
Eran las tres del mediodía, y, tras una larga jornada en tren, por fin podía poner punto y final al horripilante capítulo de vida que había vivido en el frente polaco. Tras tres años como médico auxiliar en la guerra, ya era hora de volver a casa y conocer a mi primogénita, ¿no? En mi mente se reproducen los fotogramas como si los estuviera reviviendo… Un tren repleto de soldados felices por su vuelta a casa, cientos de familias emocionadas por el regreso de los suyos, los nervios de un padre por conocer a su hija por primera vez y el llanto de emoción de su mujer al descubrir que su amado regresaba ileso del frente.
Todas las emociones que mi vuelta supuso se remueven en mi interior, pero nada ya a poder compararse con aquel maravilloso sentimiento que invadió mi interior al mirarte a los ojos por primera vez
-¿Cuál fue mi reacción, padre ?
-Para ser sincero, Leonor, no fue la reacción que yo esperaba. En el primer momento en que te cogí entre mis brazos rompiste a llorar como si te estuviese sosteniendo el mismísimo diablo. Es comprensible, pues era la primera vez que interactuabas conmigo, no sabías que era tu padre, y razonablemente no eran unos brazos conocidos.
De cualquier modo, te encariñaste a mí en pocos días, parecía como si después de un tiempo me reconocieses como tu progenitor, fue maravilloso
Es así, querida hija mía, cómo, sin conocernos, sin tener el más mínimo contacto y sin cruzar una sola mirada, parecía que era un simple reencuentro entre padre e hija tras un fin de semana fuera de casa, ¡Como si esos tres años en la guerra nunca hubiesen sucedido!
María Romero Gutiérrez, 4º ESO